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Y subirse a lo más alto de aquella montaña que veías al salir del aeropuerto. Saberte allí, con los brazos abiertos sintiendo el aire en tu cara mientras el guía dice algo, en algún idioma que en su día creíste mejor no aprender.

Pues resulta que ese guía estaba diciendo que era la hora de comer y os iba a llevar a una aldea cercana para que, entre todos los vecinos, os ofrecieran probar unas viandas típicas de la zona. ¿Por qué no me habré comprado aquellos 6 fascículos de Planeta de Agostini? De todos modos sigues al grupo y terminas disfrutando de la comida, la gente y de ese lugar insólito que muy pocos se atreven a visitar. Esto es vida, esto es viajar. Pararse por un momento y disfrutar de esos segundos requiere de una sensibilidad excepcional. Sensibilidad que, sin duda, le sobra a Alberto Ribas.

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